Llevo 13 años siendo profesor universitario y esta semana pasada uno de mis compañeros ha decidido terminar su vida laboral en la universidad. Sin duda ha sido una sorpresa porque siempre me ha parecido un profesor atemporal. Ya estaba cuando llegué y se había convertido para mi en un profesor referente en la Facultad.
¿Por qué le dedico este post? Seguramente porque no podría catalogarle en ninguna categoría de profesor, pero sin duda tiene el único atributo imprescindible para ser recordado por los cientos de alumnos que han pasado por sus manos: el profundo amor por lo que hace y por sus alumnos.
Conozco muchos profesionales que técnicamente son brillantes, con un nivel de conocimiento sobresaliente. Sin embargo no suelen ser los profesores a los que recordamos con el paso del tiempo. Se necesita algo más. Y ese algo más tiene mucho que ver con la conexión emocional que ciertos profesionales son capaces de generar para que sus alumnos decidan aprender.
No entiendo la educación sin vocación y sin embargo sigo viendo personas que se dedican a enseñar careciendo de la entrega generosa innegociable en tan noble profesión.
En la mayoría de las ocasiones no podemos elegir a quienes enseñamos, pero siempre podemos decidir la actitud con la que generamos los contextos necesarios para que nuestros aprendices decidan descubrir y comprometerse con sus aprendizajes.
Curiosamente mis mejores profesores siempre han sido aquellos que se saltaron lo políticamente correcto, los que transgredieron las reglas poniendo el aprendizaje de sus alumnos por delante, siempre en primer lugar al precio que fuera necesario. He visto enseñar a jugar al tenis de mesa bailando con la música de los Chunguitos de fondo, he sido testigo directo de cómo un palo ha sido el único recurso para tener más de 2 horas a cientos de personas sin parar de aprender. Hay tantos ejemplos que siendo contrarios a muchas metodologías de aprendizaje, han sido capaces de impactar en quien aprende y conseguir que no lo olvide para el resto de su vida.
No quiero con esto minusvalorar el esfuerzo en la investigación de nuevas metodologías docentes, que son de vital importancia, sino que de poco sirven si no van acompañadas del amor del docente por quien aprende.
Mi compañero, que decide libremente hacer un alto en el camino, es uno de esos exponentes. No se puede competir con alguien que ama lo que hace, que ama a sus aprendices y que se entrega al cien por cien, creyendo firmemente en el valor de la educación.
Este tipo de profesionales son lo que corroboran la idea de que la educación es el nivel más alto de inteligencia.